Por José Natanson
En los 90, en pleno auge del menemismo, habían comenzado a surgir, timidamente primero y de manera más abierta después, distintas experiencias de resistencia al neoliberalismo y de rechazo al sólido consenso político generado en torno a la convertibilidad: las movilizaciones de los jubilados contra los ajustes de Cavallo, la Carpa Blanca de los docentes, nuevas formas de activismo sindical y la persistente lucha de los organismos de derechos humanos. En este último caso cabe destacar el novedoso aporte de HIJOS, en la línea filiatoria de las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo, y esa gran novedad que fue el escrache como herramienta de búsqueda de apoyo social al tiempo que método de teatralización del reclamo de justicia.
A estos focos minoritarios de resistencia podríamos sumar experiencias episódicas pero significativas por lo que implicaron en términos de creatividad y participación juvenil, entre las cuales sobresale la del Movimiento 501. Surgido poco antes de las elecciones de 1999 a partir de un grupo de jóvenes de clase media (entre los cuales se encontraban algunos universitarios que luego formarían parte destacada de la juventud kirchnerista, como Axel Kicillof), el Movimiento 501 organizó un viaje en tren a una localidad, Sierra de la Ventana, ubicada lo suficientemente lejos de la Capital como para evitar la obligación del voto en los comicios presidenciales de ese año (la ley exceptúa a quien se encuentre a más de 500 kilómetros de su lugar de residencia).
Aunque, insisto, poco significativo desde un punto de vista cuantitativo, el Movimiento 501 condensaba ya algunos de los rasgos que luego caracterizarían a los círculos de la militancia juvenil: la utilización de las nuevas tecnologías (la primera convocatoría se había realizado por mail), la búsqueda de repercusión mediática, las actividades recreativas y culturales (el día de la elección se hicieron fiestas, un partido de futbol y obras de teatro) y la tensión con la política partidaria clásica. Fue un movimiento claramente anti-político pero no anti-democrático ni anti-institucional, desde el momento que buscaba aprovechar la misma legislación (los 500 kilómetros de distancia) para dejar sentada su protesta.
La banda sonora de estos núcleos de resistencia fue variada pero sin dudas tiene a los Redondos como su ejemplo más inspirado, como la banda que nació en las catacumbas contraculturales de los 80, acompañó la apertura democrática con discos luminosos como Gulp!, lanzado en 1985, y se despidió no casualmente en el 2001, con el recital en el Chateau Carreras del 4 de agosto, pocos meses antes del estallido de diciembre y tras dos de álbunes premonitorios, oscuros y pesimistas (Último bondi a finisterre y Momo sampler). Como señala Mariano del Mazo, los Redondos reflejaron inmejorablemente el derrotero de la democracia y la marginalización de segmentos creciente de la juventud: los chicos que son como bombas pequeñitas.
Pero el actor más visible del 2001 fueron los movimientos piqueteros. En las décadas previas, como parte del proceso de desindustrialización, incremento de la exclusión y fragmentación social, el barrio se había ido convirtiendo en el soporte fundamental de la vida cotidiana de los sectores populares, reemplazando a los ámbitos tradicionales de sociabilidad –y politización- tales como partidos políticos y sindicatos.
La gran novedad del 2001 fue llevar el Conurbano a la Capital. Los cortes de calles y avenidas que tanto enfurecían a los vecinos de clase media le otorgaron una visibilidad inédita a una serie de organizaciones que, por primera vez, se ubicaban en el centro político de la Argentina (dicho esto en sentido literal y metafórico). Y además, en un movimiento de doble dirección: los piqueteros cortaban las calles del microcentro pero también, asombrosamente, jóvenes de la clase media porteña se trasladaban –muchos de ellos por primera vez- a los barrios periféricos para tomar contactos con los sufrimientos de los sectores populares, tránsito ilustrado por las marchas a través de los puentes que unen a la Capital con el Conurbano. Y fue justamente en un puente donde se produjo el punto de inflexión de este movimiento de doble sentido. El 26 de junio de 2002, la policía despejó con gases y balas el Puente Pueyrredón, cortado por un grupo de piqueteros que reclabaman planes sociales, y asesinó a Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Las muertes impactaron en amplios sectores de la sociedad y precipitaron el fin de la presidencia de Duhalde.
Los cacerolazos de diciembre y su continuación, las asambleas que durante meses debatían en los barrios de Buenos Aires, las marchas de los piqueteros y las organizaciones sociales, todo este movimiento que consiguió inéditos niveles de adhesión y solidaridad con la muerte de Kosteki y Santillán generó un clima de efervescencia política que sensibilizó a amplios segmentos de la juventud. Y si muchos de estos jóvenes volvieron a su “vida anterior” al cabo de poco tiempo, en simultáneo con la progresiva normalización de la economía y la estabilización institucional, otros siguieron participando, y en todos habrá quedado una nueva conciencia de lo político: sin el despertar de diciembre es difícil explicar el fenómeno de politización que se produjo después.
Por supuesto, la relación es compleja. Duhalde, sin cuyo apoyo Kirchner nunca hubiera ganado las elecciones del 2003, es el responsable político de la muerte de Kosteki y Santillán, del mismo modo que la salida de la crisis no se produjo gracias a la energía participacionista de asambleas y piquetes sino por una operación desde arriba, como consecuencia de la decisión de la odiada clase política de cerrararse sobre sí misma y autonomizarse de la sociedad: la institución más desprestigiada de la democracia (el Congreso) designó como presidente a un líder político tradicional que no sólo no había sido votado, sino que incluso había sido derrotado en las urnas hacía apenas dos años (Duhalde), quien formó un gobierno que se apoyaba no sólo en los dos grandes partidos, sino en sus sectores más tradicionales (el peronismo bonaerense y el alfonsinismo) para conducir una salida casi parlamentaria.
Pese a ello, el sacudón de diciembre y el entusiasmo politizador que produjo ayudan a explicar la expansión de la militancia juvenil, como si un hilo invisible uniera el 2001 con La Cámpora.
Extracto de ¿Por qué los jóvenes están volviendo a la política? De los indignados a La Cámpora, de José Natanson (Editorial Debate).
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